Retrato de un Pescador de Luz


*Reportaje publicado en El Diario Montañés, dentro de una serie para el CERMI. Realizado en colaboración con Pablo Hojas (fotógrafo) y Violeta Santiago (editora).

RETRATO DE UN PESCADOR DE LUZ

Imagen y visión. Fotografía y Luz. Son términos que habitualmente van unidos. A priori no se entienden el uno sin el otro. Sin embargo, la creación de imágenes se remonta a los orígenes del ser humano y forma parte de nuestro anhelo de trascendencia. ¿Puede un invidente hacer fotografías? Alejandro demuestra que sí.

Dos hombres se encuentran en Mataleñas. Acaban de conocerse. Uno lleva unas gafas oscuras y sostiene una cámara réflex. El otro* está sentado en un coche tipo booguie de juguete. Ambos conversan, parecen buscar un acuerdo para capturar la escena: 

- ¿Qué es lo que quieres que aparezca en la foto?
- Tú sentado en el coche, que se te vea a ti y el coche entero. Y el parque de fondo.
- Vale, pues échate un pelín para atrás ¿agarro el volante?
- Si, si.
- Espera, gírate un poco más a tu izquierda, tendrás mejor luz.
- Si, puedo sentirla, por el brillo y el calor.


En segundo término contemplo la escena. Desde fuera puede parecer algo intrascendente. Pero quien está sentado en el coche de juguete es el fotógrafo cántabro Pablo Hojas y quien le da instrucciones para que pose es Alejandro Prieto, un antiguo marinero que ha perdido casi completamente la visión. Hoy él es el fotógrafo.

La realización de esta fotografía es la parte experiencial del reportaje que los tres estamos creando para El Diario Montañés, dentro de la serie semanal con la que el CERMI quiere acercar las historias de personas con capacidades diferentes. Pablo y yo hemos tenido la suerte de conocer a Alejandro, protagonista de una historia difícil de olvidar.

Con 46 años, este marinero ha tenido que adaptarse a una vida radicalmente distinta a la que ha llevado hasta hace tres años. Una enfermedad ha sido la causa de su pérdida de visión. Y la pérdida de muchas otras cosas, como el trabajo y, en algunos casos, el reconocimiento como hombre válido por parte de los demás.

Lo que no ha perdido es su gusto por la fotografía. Sólo alguien de fuerte carácter se rebela contra lo que le toca y decide seguir adelante con un pasatiempo que choca frontalmente, en principio, con su nueva situación. Pero Alejandro es de esos hombres que se ha pegado con olas de 10 metros. La vida debe significar otra cosa cuando has estado más de 20 años jugándotela. “Tardé mucho en conocer qué es lo que me pasaba. Después de visitar a varios especialistas, me derivaron a Neurología, donde determinaron que la pérdida de visión se debía a unos microinfartos que había sufrido”.

Le queda lo que se denomina un resto visual. “Veo como si mirara a través del tubo de un bolígrafo. Voy viendo fragmentos muy, muy pequeños y luego trato de imaginar la imagen total”.
Después de un buen rato charlando, cara a cara, ya sabe cómo es mi rostro. Ha ido componiéndolo poco a poco, como juntando los pixel de una imagen. “Y de tu voz ya no me olvido. Eso lo he desarrollado”, añade.

La luz y el sonido
La entrevista se tiene lugar en un bar del Río de la Pila. Es una tarde soleada. Y dentro hay bastante ruido. Dos elementos a los que no he dado mucha importancia, pero Alejandro los subraya. La luz es su cómplice y su cruz diaria porque su problema de visión incluye fotofobia. Tiene que llevar unas gafas muy oscuras, las que más protección del sol le proporcionan de cuantas existen en el mercado. “Incluso cuando cierro los ojos capto toda la luz. A veces salgo de casa, me pega un fogonazo y me tengo que parar. Me duele y no veo”.

Lo mismo pasa con la capacidad auditiva. Su falta de visión plena ha desarrollado otros sentidos. En el caso del oído, retener con más claridad las voces puede resultar una ventaja. Pero cuando se trata de ruidos es bastante molesto. “A veces me gustaría no oír tanto ¿Tú sabes lo que es sentarse en una terraza? Me encantaría bajar el volumen. No es que ganes oído, sino que te concentras en usarlo”, me aclara. 

“También siento el suelo. Todo lo que piso. Tengo que saber lo que estoy pisando, es una de las mejores pistas, para moverme por la ciudad”. Porque el bastón lo evita todo lo que puede: “no quiero que la gente con la que me cruzo sienta pena. Sé que no es lo políticamente correcto, pero es el sentimiento real. Hasta hace poco yo también veía”.

Son muchos cambios, sin duda, suavizados por el apoyo que ha encontrado en la ONCE a la que, contrariamente a lo que uno podría pensar, no acudió en busca de ayuda, sino para ofrecerse como voluntario. Quería hacer algo con su vida, mantenerse ocupado después de recibir el golpe más duro: “cuando me comunicaron que no era apto para ningún tipo de trabajo en la mar, que te digan con 43 años que no vales. En la mar tienes que andar con 300 ojos”. Entenderlo no le alivia.

“Al principio caí en una pequeña depresión. Me presenté en varias organizaciones para conocer su programa de voluntariado, una de ellas la ONCE. Quería ayudar, hacer algo con mi vida. Me estaban informando y la chica que lleva el tema de afiliados se dio cuenta: ¿tú no ves bien, verdad?”. Imagino que se quedaría impresionada por la aplastante lógica de Alejandro. “Mientras tenga resto visual ¿qué mejor cosa que ayudar a los compañeros?”, subraya.

Desde entonces, acude a las actividades y ayuda haciendo compañía a un anciano invidente, de 73 años. Entiendo que si la vejez en soledad es dolorosa, cuánto más lo será para quien no puede ver. “Hay mucha soledad. Muchos viven una vida enclaustrada en casa. Son personas mayores que si no fuera porque el voluntario les acompaña unas horitas al día, no saldrían de casa para nada. Vamos a la compra, al gimnasio, hacemos excursiones e, incluso, nos hemos ido juntos de vacaciones. Las últimas fueron a Salou”. Y da buena cuenta de ello haciendo fotos, claro.

La fotografía pensada
Alejandro Prieto y Pablo Hojas tenían que conocerse. La idea de investigar sobre el tema de ‘Fotografía y Ceguera’ partió del propio Hojas, un artista con una trayectoria impecable, muy querido por la profesión por su generosidad, por la sencillez con la que aborda proyectos de gran envergadura. Para Pablo, su trabajo es vivir. Es compartir. Entiende la fotografía como “un acto de amor”. Para nada casa con él esa pulsión obsesiva por la fotografía propiciada por las redes sociales y los smartphone. “Hay que pensar la foto, componer en la mente lo que quieres capturar y después hacerlo”. No al revés.

En este sentido, la experiencia fotográfica de alguien con discapacidad visual tiene varios puntos en común. En el caso de Alejandro, las nuevas tecnologías han jugado a su favor, porque cuando fotografía sólo se le hace muy difícil manejar una cámara réflex. Sin embargo, con el teléfono móvil de última generación o, mejor aún, con la gran pantalla - en comparación- de la tablet le es más fácil hacer sus fotografías. “Si me equivoco al encuadrar la retoco”. Y luego las comparte en Facebook y en Twitter. “Eso sí, yo siempre hago las fotos como en esfumato; me cuesta enfocar”, bromea.

Para capturar imágenes se ayuda de algunos trucos. Se concentra en percibir la fuerza y la orientación de la luz. Esa luz que es necesaria sus fotografías, a la vez le hace daño a los ojos. También se sirve de los sonidos, gracias a los cuales puede calcular la distancia que le separa del retratado. Parece que la limitación física permite acentuar la visión simbólica y potencia la capacidad de abstracción necesaria para crear. Piensa la imagen y después trata de hacerla realidad. Parece lógico, pero lo cierto es que tendemos a hacerlo a la inversa, cada vez más.

“Antes, como había que revelar y gastarse el dinero, te pensabas mucho más la foto. Ahora las hacemos ‘a lo bulto’”, reflexiona. La época del analógico la vivió con su facultad visual plena. Siempre fue un aficionado a la fotografía, desde niño.

Le pregunto si rememora sus tiempos de marinero y si recurre a su álbum mental para recrearlos. Al fin y al cabo, recordamos en imágenes. También en olores. “Me gusta pasear por el barrio pesquero y oler el salitre y el gasoil”. Y las imágenes le vienen a la cabeza. “Yo no recordaba la mitad de las cosas, pero ahora me acuerdo de todo. Parece mentira. Todos los recuerdos de mi niñez me han vuelto. Recuerdo la primera vez que pesqué, a los 7 años.  También antes no tenia tiempo de pensar y ahora tengo demasiado".

Le insisto para que comparta conmigo una de esas fotos imaginarias, de paisajes y de personas que han formado parte de su vida anterior. “Las islas Cíes, es un paisaje precioso, el primero que me viene a la mente”. “Como retrato, elegiría a ‘El Judas’, el hombre que me enseñó todo de la mar. Tenía unas manazas enormes para lo chiquitín que era ¡Qué golpes daba! Llevaba una boina que sólo se le veían los ojos, porque también tenía mucha barba. La primera vez que le ví aseado llegábamos al puerto después de 24 días de faena. Salió de ducharse y afeitarse y no le reconocía”.

“Lo que más me gustaría es volver a montar en un barco. Sentir el movimiento, el aire…, es una gozada. Lo hecho mucho en falta. Lo que más, la pesca del bonito, es lo más fuerte: el ‘bicho’ contra ti. Es el sumun del trabajo; es él o tú. También echo en falta a los compañeros, echo de menos hasta las riñas”, me cuenta. “Ella siempre esta ahí. La gente no sabe el poder que tiene eso. La mar es un imán que no te deja nunca”. Pero la vida, su vida, sigue. A pesar de tener un informe en el que pone “no apto”, lo más duro, insiste.

Su perspectiva cambió el día en que habló con Almudena, la psicóloga de ONCE. “Te hace ver que no es una cosa del otro mundo. Que tu vida no ha acabado aquí, sino que sigue. Sigue”.
Quienes también tenemos que entenderlo somos los demás. A menudo el problema para aceptarlo no lo tiene sólo el invidente. “Tengo una compañera ciega que fue a sellar el paro y le dijeron que para qué iba”, relata.

“A veces me enfado. Somos válidos. Tenemos las mismas ilusiones que puedas tener tú. Las mismas ganas de vivir, pero con una limitación que intentamos superar día a día. Podemos trabajar cuidando a personas solas, de teleoperadores… Todo en esta vida es superación. Cada día aprendo una cosa nueva. Me acuerdo de que cuando empecé parecía un topo. Me tropezaba, me he caído muchas veces y he tenido muchos golpes”, dice enseñando unos moratones y marcas que persisten. “Soy válido. Sé que de aquí a poco tiempo se me va a apagar la luz. Pero voy a seguir. Tengo ilusión por vivir”.

Recuerdo de la experiencia fotográfica en Mataleñas

El porqué de 'Perdiendo el Norte'

Hace unos días leí un artículo en el que se hablaba del rodaje de una película que se llamará 'Perdiendo el Norte' (Blanca Suárez, Julián López, Úrsulá Corberó...). Curiosamente, poco después, a través de otra información me entero de que la exitosa 'Ocho apellidos vascos' se llamó así en una fase inicial del proyecto, antes de que fuera, propiamente dicho, una película.

Inmediatamente pensé (secuencia real):

1. ¡Vaya por Dios! para una vez que acierto con el título de algo -ojo, que he dicho "el título" no el titular ;) - va a parecer que he plagiado la idea.

2. A quién pretendo engañar. Si nunca escribo aquí y nadie me lee ¿cómo entonces va a llegar alguien a una conclusión así?

3. A ver si escribo más a menudo y de paso explicó el porqué del título, que viene de una anécdota de mi abuela.

Pues bien. A ello voy:

Año 2007. Hacía un tiempo que mi vida había dado un giro radical. Seguía en la agencia de noticias pero desde hacía aproximadamente un año me había volcado con el mundo del rocanrol. Era mi válvula de escape, mi patio de recreo. Y la fotografía musical era en esas circunstancias el hilo que conectaba todo eso con mi vocación de narrar. Y a la vez lo alimentaba.

Vivir el rocanrol de aquella manera tan intensa, con aquellas personas y en aquellas circunstancias en las que acababa de dejar la relación más importante que había tenido hasta ese momento y me encaminaba a dejar también mi trabajo -también el más importante que había tenido hasta ese momento- era sumamente adictivo. Inspirador. Era vivir. Cosas buenas y malas, pero vivir al fin y al cabo. Nunca como en aquellos meses tuve más claro que lo peor que te puede pasar es que no te pase nada.

Y no paraba quieta. Conciertos los jueves, los viernes y los sábados. Recorriendo Cantabria, el País Vasco, Asturias y Villarcayo en busca de los mejores bolos. Yendo y volviendo en el día a Madrid para ver, una vez más, a Barricada. Creo que fueron 16 veces en un lapso de pocos meses.

Mi abuela, que me conoce más que a sí misma y siguió muy de cerca toda aquella etapa de rupturas a todos los niveles, después de preguntarme por lo que había hecho en los últimos días que no nos habíamos visto, me espetó:

"Tú estás chinada. Estás perdiendo el norte"

No lo dijo enfadada, ni realmente preocupada. Sino divertida, haciendo un gesto con la mano muy gracioso, arrugando la nariz, como hacemos en casa cuando queremos dar teatralidad a una frase.

Y así era. Estaba perdiendo el norte. En ese momento decidí abrir este blog y mostrar algunas de las fotografías que hacía en esas escapadas al sur imaginario, al que recurro desde entonces cuando siento que me pierdo a mí misma. Este ya no es un blog de fotos de conciertos. Ni siquiera es un blog en el estricto sentido de la palabra.

Lo utilizo libremente. Una vez más. Como su propio nombre indica.